La lluvia fluye sobre la ciudad, ajena al
dolor, ajena al llanto. En su inocente estupidez, fecunda el asfalto estéril,
repasándolo, lamiéndolo de parte a parte, buscando una grieta tan sólo, una
ranura, por donde volverse vegetal, volverse vida. Caen cortinas densas de
agua, lavando el gris urbano, el neón intermitente, el cemento compacto. Antes
estuvo deambulando perdida, la lluvia, buscando a quién regalar su potencia
fecunda, su vida, y no encontró peor elección que esta ciudad enfadada. No
encontró peor partido para su casamiento. Finura transparente hecha cabello de
ángel, maravilla líquida por ser maravilla porcelana. Apenas firma el sol una
tregua, y en un momento retoma lo suyo, y en el siguiente lo pierde. Colorea
con sus lazos lo vivo y lo trenza a la existencia; y a lo existente lo fija en
un telar efímero; y a lo efímero lo calienta con la ilusión de perenne. El
paseo inocente se extiende durante la tregua, justo hasta el instante de salir
la dama. Y, saliendo la dama, poco a poco se vuelven de coral los vivos. Sigue
la inocencia boba de la lluvia paseando por la ciudad en declive. Al filo de
las luces ciegas, de cada pareja, uno es arrebatado y el otro permanece, uno
cae en lo oscuro y el otro es enaltecido al esplendor, uno se percata de los
que viene y el otro disfruta de su ignorancia. Va cerrándose así la lluvia: un
círculo vivo que rodea el asfalto. Al día siguiente volverán a escucharse las
sirenas, desde lo alto de las rocas de los rascacielos, atrayendo a los
incautos navegantes a las costas más peligrosas, anclándoles con garfios en su
propio engranaje, sorbiendo la insípida médula de sus huesos. Almas de sed y
cuerpos de hambre. Y mientras algunas frentes son partidas por el metal, del
fondo de otras nacen largas azucenas.
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