Desde
la calle se ve el interior del bar: la barra llena de figuras que semejan
maniquíes (sentadas, recostadas, bebiendo, entre humo). Se reflejan en mi vaso
las personas de la calle: es mi tercer ojo, la llave que me abre el entendimiento.
Los hielos se van derritiendo, como el humo de tu cigarro que se deshace en el
silencio y así, humo silencio soledad, podrían cortarse con una navaja. Lo que
más me gusta de mis ojos es verte reflejada en mis pupilas (¡qué estupidez!, me
dices, a mí lo que más me gusta es que me sirvan de espejo). Y así vuelvo al
vaso. Las figuras siguen moviéndose en su interior y se pasean sobre los
hielos, sin caer nunca al alcohol caramelo. Apenas sonrío decepcionado: lloro,
lloras, yo de cansancio, tú de ¿alegría? Parece ser que alguien espera en la
puerta. La suavidad de los hielos se resbala por los recuerdos, sus esquinas
redondeadas, sus formas suaves, como los dolores silenciosos, las lágrimas en
calles desconocidas, la confianza en los extraños, la dirección equivocada, las
aceras despejadas y el cielo extraviado. Aparecen luces en los hielos, resbalan
y se van. Alguien espera en la puerta y se impacienta. La esponja de mi corazón
absorbe el hielo; la esponja de mi corazón absorbe tu hielo; la esponja de tu
corazón absorbe mi hielo; nuestros corazones son hielos que se derriten,
témpanos. La barra del bar se acorta y todos los dolores parecen más cercanos.
Cuando llegue el último trago, me tragaré los hielos. Todos. Ya no habrá
alcohol caramelo que los acune, que los redondee y dome sus aristas. Ya no
habrá más nada. Mi hígado me anuncia la despedida y me aguijonea la hora
precisa. Si una figura sale, otra entra, porque los maniquíes somos
intercambiables. Decidido a atravesar el espejo, y a enfrentarme a la persona
que espera, no sé si liarme con ella a besos o a navajazos. Cae octubre, como
mi alma, y me concentro en respirar, en permanecer vivo, eso es suficiente por
ahora. Eso me basta. Eso me sobra.
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