6.
La silla azul.
(A Miguel Martínez).
Recuerdo tu silla azul colgada de la pared. Los amplios
salones vacíos donde resuena el eco de los murmullos, donde se derrama la luz
verdosa del día, por los amplios ventanales, los grandes ojos abiertos de par
en par. Los amplios salones vacíos donde siempre es caliente el aire y parecen
moverse las cortinas al compás de una música callada. Desde el umbral contemplo
la arboleda: nunca entró en los amplios salones, nunca. Con tristeza adivino
los árboles talados, más allá de la ventana, más allá del camino de tierra, y
la acequia cuyo canto dejó de ser risueño el día que abandonamos. El cielo
azul, imitando estos muros, y el aire caliente de principios de agosto, porque
siempre es en principios de agosto. Así los contemplo, solo, dejando que la
tristeza vaya viniendo en suaves olas, hasta sentir las olas saladas en los
ojos. Y allí permanece para siempre la silla azul colgada de la pared. Tu silla
azul. De tejado en tejado van dejando pesadas grises los recuerdos, van
saltando gatos torpes con la piel erizada, cercanas las escaleras, los
caracoles, los próximos deshielos (y con ellos el romper de la membrana de la
fuente…). Las manos me cierran los ojos y contemplo el otro salón con mil
ventanas, más triste, más solo, más grande. El techo es tan alto que caben
todos los adolescentes atolondrados del mundo, vigilados por cocodrilos de
uniforme, por perros perezosos, por árboles tullidos. ¿Dónde dejaría la estatua
el trazo negro de los cuervos eléctricos? ¿Dónde se olvidó el brochazo
brillante de tu pelo, el relámpago ciego de una tormenta de verano, sin lluvia,
sin agua, sin realidad posible? Junto con la suave pelota echada a rodar,
escaleras abajo, van descendiendo hacia la fuente todos los recuerdos verdosos
de estos amplios salones vacíos. El aire cálido hasta la náusea, hasta tener
que abandonar el pasillo y salir de la casa a la nada, hasta dar media vuelta y
ya haber olvidado para siempre estas estancias, el color de las murallas y de
los muñones de los árboles a través del cristal. Con las últimas bandadas de
hormigas somnolientas, bajo el bochorno de los primeros días de agosto, el
cocodrilo de uniforme cierra las puertas del salón vacío. ¿A qué tanto misterio
y tanto sueño? Hace tiempo que se olvidaron estas habitaciones, ya nadie las
echa en falta. Salvo por tu silla azulada en la pared como un desafío. Esta es
la prueba más palpable de que vivimos acá, de que lo abandonamos, de que
tenemos aún algún recuerdo, de que moriremos algún día y se nos llevarán para
siempre estas hormigas desganadas. La risa de la acequia se vuelve transparente
mientras va cayendo la noche. El verde del día se ha desteñido con estos muros
exiliados y lamentables (sólo la silla en la pared parece ajena y se olvida de
desteñirse). El pasillo está vacío, y no quiero entrar a los salones de noche,
porque no hay motivo, no hay recuerdo. Tan sólo un dolor y la sensación de
haber perdido algo y no saber qué es, cuando veo la silla en la pared,
inmutable al cambio…
Se me olvidó escribir así,
en catarata,
ya no puedo escribir así.
Ya no sé dejar
espacio entre las
palabras,
entre las líneas música.
Y es que las palabras se
me agolpan
en la boca, se me agolpan
en el pecho, en las manos
se me agolpan,
me avasallan, luchan por
salir,
oprimen todo mi cuerpo,
y cuando escribo
emborrono los papeles con
tonterías
sin saber lo que escribo
y todo se me queda entre
las líneas:
así, los papeles manchados
de tinta
pero no saben decirme lo
que quiero,
todo se me queda entre las
líneas.
De esta manera es como, en
tropel,
en jauría, en riada
asfixiante y devastada,
me golpean las palabras
sin poder acallarlas,
sin poder cerrar mi cuerpo
a su presencia invasora.
Y yo ensayo una estúpida
venganza,
palabras en tropel, en
jauría,
sin orden ni música, sin
ritmo,
y os rompo por medio antes
de plasmaos,
destruyo toda posible
belleza, fuerzo
las líneas al máximo,
no dejo ningún espacio,
ningún
resquicio para que se
filtre
vuestro maleficio verbal
vuestra presencia
en ríos tormentosos y en
dobleces.
Mas de nada sirve y os
reís así de mí,
desdoblando en el espejo
mil veces
mi rostro nuevo de cada
día.