Aquí se me acaba todo. No sé si va a
empezar algo ahora, pero ya sentí que lo anterior está muerto: no se puede
hacer nada por recuperarlo, por asirlo. Y el comienzo no puede ser más triste:
dos botellas de licor y una música mexicana desgarrada (Chavela): así va a ser
el futuro. Y se acabaron ya los libros cultos y reconocidos, parece que voy a
tener que acostumbrarme a la oscuridad (Artaud, Walter, Ellroy, el Víctor Hugo
de “El hombre que ríe”). Llueve, eso también es frecuente a partir de ahora. Me
voy lejos de aquí, de mí mismo, quiero decir, de mí mismo. No acabo de
encontrarme. Estar en paz, sí; lo estoy, pero lo estoy como de una forma
anestesiada, sin confrontación, sin lucha.
Pasaron ya casi veinte años y las
escaleras siguen ahí mismo, donde siempre. Siguen bajando las escaleras de
caracol, con agua negra encharcada tras la lluvia sucia. Nada que ver con
Riangkemie ni Lembata, me salto a lo anterior: los perros que ladran a la luna
en los callejones oscuros.