domingo, 7 de abril de 2013

Siempre es un milagro sentir esta calidez del sol de octubre: opualah! (6): Lipti-Lehniv



6.


            Siempre es un milagro sentir esta calidez del sol de octubre. Me sirvo un vaso de vino blanco mientras enciendo el fuego. Suena Schubert en la radio. El primer sorbo y me zambullo en el armario, en busca de la cacerola. Su frío metal, al fuego. Arde en la hoguera. El oro mediterráneo, de oliva. Voy llenando la cacerola de agua y añado un poco de sal. Esto ya es el segundo sorbo del vaso. Miro el agua mientras se calienta, mientras se desgrana Schubert en la radio, mientras se desangra. De vez en cuando miro por la ventana y veo el tráfico, abajo, a mis pies, el ruido de la ciudad. Dentro, la música. El timbre (¿se habrá adelantado? todavía no es la hora). Es un hombre pidiendo comida. Le doy un sobre de sopa. El agua hierve y echo la pasta. El cuarto. Los violines de Schubert. ¿Dónde estoy? ¿Dónde me lleva Schubert sin pretenderlo? Remuevo la pasta. Los círculos concéntricos, la espiral, el remolino blanco. Los geranios en la ventana parecen quemados: este sol de octubre los quema. Fuera, la ciudad; dentro, la música. El quinto. Voy hacia la mesa de la cocina y anoto un encargo “No olvidar comprar las flores”. La pasta se va ablandando. También mi mirada. Rescato la pasta, la pruebo. Bien. Retiro la cacerola del fuego y pongo la sartén. El sol se vuelve negro y yo lo pinto de oro. Suena el teléfono. Suena el teléfono. Suena el teléfono. Por un instante no sé qué hacer. En mi camino al fregadero, la cacerola en mis manos tiembla. Suena el teléfono. Me quedo quieto, inmóvil mirando el sonido, me muero. Los violines de Schubert siguen ahí, yo también. Por fin vuelve la calma. El tráfico, abajo, sigue su flujo con cuentagotas. Escurro la pasta y echo agua fría. Termino el primer vaso y me sirvo otro. Me mojo un poco la frente. Creo que tengo fiebre (¿hoy? ¿justamente hoy?). La suavidad se deshace bajo el agua, adquiere su forma, su aroma, su sentido. Troceo el pimiento sobre la sartén. Los fuegos solares, que son dos veces la distancia para alcanzar la luna. Que son sus mejillas, al tacto no a los ojos, pues en la oscuridad de la habitación no los veo. El sexto y el primero. El suave sopor de olvidarse de todo, de refugiarse en sus brazos, bajo las sábanas, descansa niño, todo está bien, descansa. Troceo la zanahoria. La cebolla marca el final y lloro. El séptimo, el octavo. Otro vaso. Miro el reloj (ya casi es la hora). Bajo el oro líquido todo se barniza. Schubert se vuelve comida y sabe a orégano. Echo la pasta en la sartén. El tráfico va despejándose. Reahogo la pasta con la zanahoria, el pimiento, la cebolla, sal. Así me enseñó mi madre, así la ví tantas veces, antes de la salida de la fábrica, de la vuelta a casa de papá. Antes. El noveno, el primero. Dispongo la pasta en la fuente y la llevo a la mesa. Ahora sólo esperar. No es muy difícil, sólo hay que dejarse llevar por Schubert, ¿dónde? No importa; mientras suena, espero. El décimo. Me desafían los platos, la fuente, si me siento solo a la mesa. Me levanto, voy al fregadero, me lavo las manos. Todavía hay olor a cebolla. Cierro los ojos un instante, Schubert se va distanciando, se termina. Vuelvo a la mesa. Los platos no me permiten estar solo, la fuente (ya es la hora; se retrasa). Tomo el vaso de vino, resbala, cae al suelo, se rompe. El vino blanco me salpica los tobillos. Tengo fiebre. Todavía tengo cebolla en las manos y, cuando me toco la frente, la cebolla me hace llorar. La pasta se enfría.


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