11.
Saberte aquí. Saberte cierto. Saber
que estás aquí, que no te has ido, que nunca te fuiste. Ver cómo las heridas
dieron paso a las cicatrices tempranas, lamerse las heridas como un perro
apaleado. Volver al pueblo, pasear por el olmedo en silencio, al borde del río.
Mirar de nuevo hacia tu ventana, saber la casa vacía. El trigal a mis espaldas
extiende su fragor amarillento. Todo está en calma, dentro del ruido de la
tarde. A lo lejos, la campana. Las clarisas estarán retirándose a sus celdas.
Todavía se oyen los niños en el parque. Son las siete de la tarde. En otro
instante serían las once de la noche (en otra vida). El viento me susurra
palabras olvidadas. He soltado las amarras, se me han roto las raíces, y he
quedado así: a la intemperie. Ahora mismo la existencia apenas vale algo.
Reanudo el paseo con la nueva campana. Paso al lado de los muros del convento;
las clarisas, ajenas, duermen. Me zambullo de nuevo en el fragor de lo
cotidiano, sabiendo que mi vida está en otra parte. Retomo la atención en la
carretera, el camino a la multitud, la barbacana. Mas al entrar por el arco te
recuerdo y tengo que acelerar mi huida en dirección contraria. Un sanroque me
mira con su perro y sus heridas. Alguien pasa en bicicleta y me saluda. A la
altura del cine, el recuerdo es ya casi insoportable y me detengo en la
relojería. Miro mi imagen reflejada en el escaparate y, cuando continúo mi
camino, mi imagen se queda allí, entre los relojes, en el tiempo muerto.
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