3.
Te perdía en mis
propios recuerdos. Volvías una y otra vez, desasosegándome. Como el
intermitente fluir de las olas, el oleaje de la brisa, sentimientos tristes en
oleadas. Apenas había vislumbrado tu rostro y ya te habías clavado en mi carne,
espina retorcida, colmillo venenoso. Era el lento estiramiento de las membranas
del corazón, para que el recuerdo tuviera espacio y se expandiera libremente;
los campos sin puertas era, los cielos derramados. La honda impresión en mi ser
de tus pupilas, de los susurros de tus últimas palabras. El cálido sopor de
saberse olvidado, perdido, ausente. La liberación, sí; la eterna liberación de
renunciar a todo y abandonarse.
No lo sabía, y era la vida.
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