1.
Siempre me
pasa al principio. Me quedo paralizado, no sé por dónde comenzar. Cuando veo el
papel así, blanco, sin mancha, como un desierto sin una huella humana o una
cumbre nevada inexpugnable. Intento decirlo todo a la vez, y no puedo. No sé
medirme. No sé ir expresando gradualmente las cosas. Y después, lo peor de
todo, llega el cansancio, la inconstancia, la crisis de sentido. Es entonces
cuando dejo estas siete líneas emborronadas en el papel, y no vuelvo a reanudar
el trabajo más. Lo abandono. Simplemente así, lo dejo. Nada me asegura que esta
vez será distinto; es más, ya he sentido la tentación de dejar de escribir
varias veces, en estos últimos minutos. Pero escribiendo se aprende a escribir
(eso les decía a mis alumnos). Y dejé de escribir hace tiempo, como para no ser
condescendiente conmigo mismo y darme un margen de readaptación. Pensé que
nunca más volvería a escribir. Sí, lo pensé realmente. Todo a causa de un
hombre que fumaba cigarrillos. Todavía ahora puedo oler el tabaco, si cierro
los ojos y me concentro un poco. Mi olfato se abre camino entre todos los
olores, desbroza todos los recuerdos, para buscar ese olor inconfundible de
tabaco.
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