8.
A pesar del amanecer, los árboles se ven desapacibles,
húmedos, viscosos. El sol recién salido no logra calentar sus ramas yertas, sus
cortezas, deshaciéndose en una viscosidad pegajosa. Sus dedos grises desgarran
las nubes a jirones, plomizas, como una piel de mula. De vez en cuando crujen
los troncos bajo el frío desasosiego del amanecer. Todo el suelo sudoroso, el
bosque rezuma vapores de pesadilla. La neblina va subiendo poco a poco, calando
cada capa, cada anillo, cada cubierta. Y tímidamente se arriesga algún que otro
rayo de sol a traspasar esta membrana rectilínea y acariciar el suelo, las
hojas muertas, el sudor del humus, la vegetación descompuesta. Tantos árboles
santos, tantos maderos sagrados. Van desangrándose los árboles en resina
dolorosa, fría, desapacible, lenta, como deshaciéndose, licuándose. El bosque
vigila, parece estar alerta a cualquier sonido; cualquier movimiento es
detectado; cualquier luz es interceptada y cercenada. Estas grisedades arañan
el cielo, se crispan en nudos y extremidades esqueléticas, muñones quemados de
frío, bultos retorcidos cual tumores, brotes desecados hasta el cristal. El
lento crujir de los árboles, en el concierto del bosque, el desgarro inanimado,
inmóvil, estéril. Se va rompiendo el amanecer sobre el bosque y éste se debate
en la lucha, intenta zafarse, huir del calor, de la luz. Tiembla el frío manar
de la linfa vegetal en las cortezas. La luz que se cuela por los desgarrones
muestra extraños símbolos en las cortezas: letras rojizas, quizás números.
Marcados con fuego o grabados en las pieles, pero, en todo caso, indelebles:
cada cual su marca, su divinidad, sus adeptos. Tantos árboles santos, tantos
maderos sagrados. Holy wood. Nunca la luz ni el calor logra penetrar la
alfombra de hojas muertas humedecidas, resbaladizas, cocidas en su propio frío,
que se extienden por todo el bosque. Este bosque es un templo, por eso no debe
entrar el calor ni la luz, tampoco el sonido. La resina pegajosa va
rehumedeciendo el suelo, hasta formar un verdadero charco vegetal: un
pudridero. Los crispados dedos van arrancando mechones de cielo gris y lo van
recomponiendo, tapando los agujeros por donde el sol de amanecer ha logrado
hacer una abertura. Las afiladas garras tejen un manto protector, lo extienden
por sobre el templo maldito. No se ve ningún animal, no se oye nada, tan sólo
el escalofrío del entrechocar los dedos tejedores, la mortaja que cubre el
bosque. La resina hace brillar los bordes de los símbolos rojos. Holy wood.
Tantos árboles santos, tantos maderos sagrados. Un ruido sordo se entremezcla
por un instante con el frío crujir de los troncos. El bosque se queda
expectante, las garras se detienen, todo se sostiene en un silencio mortal
durante eternos instantes. Se recorta entre los fracasados rayos del sol de
amanecer una silueta que cuelga de una soga. El bosque respira aliviado cuando
descubre que se trata tan sólo de un ahorcado. La resina vegetal empapa el
cuerpo sin vida, baja por la soga, humedece el pelo, la cabeza muerta, y va
absorbiendo al nuevo adepto. Lentamente lo transforma en líquido, en sudor
frío, que cae sobre el humus muerto. El sol de amanecer no logra siquiera rozar
tantos árboles santos, tantos maderos sagrados, tan tupida es la plomiza lona
tejida. Holy wood. Este templo ajeno a ojos vivos, fuera de lo mortal, se
repliega sobre sí mismo y se reconsume, retorciéndose mientras se oye el
nauseabundo rozar de su piel escamada.
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