miércoles, 10 de abril de 2013

A pesar del amanecer, los árboles se ven desapacibles, húmedos, viscosos: opualah! (8): Lipti-Lehniv



8.


            A pesar del amanecer, los árboles se ven desapacibles, húmedos, viscosos. El sol recién salido no logra calentar sus ramas yertas, sus cortezas, deshaciéndose en una viscosidad pegajosa. Sus dedos grises desgarran las nubes a jirones, plomizas, como una piel de mula. De vez en cuando crujen los troncos bajo el frío desasosiego del amanecer. Todo el suelo sudoroso, el bosque rezuma vapores de pesadilla. La neblina va subiendo poco a poco, calando cada capa, cada anillo, cada cubierta. Y tímidamente se arriesga algún que otro rayo de sol a traspasar esta membrana rectilínea y acariciar el suelo, las hojas muertas, el sudor del humus, la vegetación descompuesta. Tantos árboles santos, tantos maderos sagrados. Van desangrándose los árboles en resina dolorosa, fría, desapacible, lenta, como deshaciéndose, licuándose. El bosque vigila, parece estar alerta a cualquier sonido; cualquier movimiento es detectado; cualquier luz es interceptada y cercenada. Estas grisedades arañan el cielo, se crispan en nudos y extremidades esqueléticas, muñones quemados de frío, bultos retorcidos cual tumores, brotes desecados hasta el cristal. El lento crujir de los árboles, en el concierto del bosque, el desgarro inanimado, inmóvil, estéril. Se va rompiendo el amanecer sobre el bosque y éste se debate en la lucha, intenta zafarse, huir del calor, de la luz. Tiembla el frío manar de la linfa vegetal en las cortezas. La luz que se cuela por los desgarrones muestra extraños símbolos en las cortezas: letras rojizas, quizás números. Marcados con fuego o grabados en las pieles, pero, en todo caso, indelebles: cada cual su marca, su divinidad, sus adeptos. Tantos árboles santos, tantos maderos sagrados. Holy wood. Nunca la luz ni el calor logra penetrar la alfombra de hojas muertas humedecidas, resbaladizas, cocidas en su propio frío, que se extienden por todo el bosque. Este bosque es un templo, por eso no debe entrar el calor ni la luz, tampoco el sonido. La resina pegajosa va rehumedeciendo el suelo, hasta formar un verdadero charco vegetal: un pudridero. Los crispados dedos van arrancando mechones de cielo gris y lo van recomponiendo, tapando los agujeros por donde el sol de amanecer ha logrado hacer una abertura. Las afiladas garras tejen un manto protector, lo extienden por sobre el templo maldito. No se ve ningún animal, no se oye nada, tan sólo el escalofrío del entrechocar los dedos tejedores, la mortaja que cubre el bosque. La resina hace brillar los bordes de los símbolos rojos. Holy wood. Tantos árboles santos, tantos maderos sagrados. Un ruido sordo se entremezcla por un instante con el frío crujir de los troncos. El bosque se queda expectante, las garras se detienen, todo se sostiene en un silencio mortal durante eternos instantes. Se recorta entre los fracasados rayos del sol de amanecer una silueta que cuelga de una soga. El bosque respira aliviado cuando descubre que se trata tan sólo de un ahorcado. La resina vegetal empapa el cuerpo sin vida, baja por la soga, humedece el pelo, la cabeza muerta, y va absorbiendo al nuevo adepto. Lentamente lo transforma en líquido, en sudor frío, que cae sobre el humus muerto. El sol de amanecer no logra siquiera rozar tantos árboles santos, tantos maderos sagrados, tan tupida es la plomiza lona tejida. Holy wood. Este templo ajeno a ojos vivos, fuera de lo mortal, se repliega sobre sí mismo y se reconsume, retorciéndose mientras se oye el nauseabundo rozar de su piel escamada.


No hay comentarios:

Publicar un comentario