sábado, 6 de abril de 2013

Él dijo “gracias, te veré más tarde”: opualah! (5): Lipti-Lehniv



5.


Él dijo “gracias, te veré más tarde”. El niño salió de la habitación, salió del hospital, entró en la casa, entró en la habitación. Abrió el frasco de pastillas azules y tomó dos. Después se acostó, durmió. Se olvidó. Cuando despertó era ya de noche: estaba inmóvil. Así dijeron los médicos “debes permanecer inmóvil”. Y el niño pensó mucho, casi hasta perder la razón, la noción de su propia existencia postrada enferma en la cama. Él sólo veía el cielo blanco de la mosquitera, el ruido de las olas a lo lejos, el calor. Recordaba a los vecinos, a todos, y se imaginaba dónde estaban en aquel preciso momento: en el mercado, en el huerto, pescando,… Cerraba los ojos de nuevo y veía lo mismo que veía cuando tenía los ojos abiertos. Las heridas se abrían profundamente. Todavía hoy se ve el niño así, inmóvil en la cama, enfermo, convaleciente; allá se quedó su existencia, sólo allá existe, el resto no es real. Cambiaría gustoso esa inmovilidad, esa locura, por no oír “gracias, te veré más tarde”. Eso sería su cielo, su infierno. Esa sería la carga más pesada y más dulce de llevar: el portaestandarte de una batalla perdida, de varias vidas perdidas, de una utopía. Abre los ojos el niño y ve las moscas revoloteando sobre él, el vaso de agua en la mesa, la vela, el libro abierto, un cuaderno. Cierra los ojos y sus recuerdos son estáticos: son fotos. Él no está presente en sus recuerdos, son escenas inmóviles, teatros de marionetas. El hospital, la playa, la carretera, la casa, la tienda de flores. Había barro aquel día, el día de comprar la corona. Y luego, la nada. El martillazo al clavar el ataúd, el silencio, las velas. El reloj. La noche. La brisa de la playa. Mano sobre mano, para golpear el clavo. La debilidad, el abandono. La ausencia. El vacío. El no poder vivir. La insoportable certeza de estar vivo, la imposibilidad de esta certeza, de vivir. El niño se acerca y observa en silencio. Las lágrimas no son ningún consuelo. El dolor no es ningún consuelo. El amor no es ningún consuelo. La vuelta no es ningún consuelo. El callarse, el hundirse en las sombras, quizás sea un consuelo. El silencio. Abrir de nuevo los ojos y esforzarse por vivir, por permanecer vivo, por este dolor. Pasaron varias horas, el niño alarga el brazo y toma otras dos pastillas azules: la náusea. La fiebre.


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