miércoles, 17 de abril de 2013

Eres como un río sin orillas: opualah! (12): Lipti-Lehniv



12.


            Eres como un río sin orillas y, por ende, sin horizontes. Se entretenía el tren cuando pasabas, bolsas llenas en las manos, por entre la basura, caminando a tu casa. Podría reconocerte en un mosaico de bicicletas, vendedores ambulantes, traficantes de droga, mendigos, campesinos, escolares de uniforme, oficinistas despistados, carros de fruta y pescado seco, mercado ilegal y multicolor. No era por tus ojos (que no eran únicos), ni por tu cabellera negra, que te reconocía. Alas de cuervo por donde se te mirase. Las rosas chinas quemadas en los canastillos de incienso y arroz. Me asustaba siempre mirar hacia atrás y ver las estatuas al final de la calle, a ambos lados. En medio de los árboles, monolíticas, pétreas, silenciosas, muertas. El gris triste del temor y la soledad. Como un puntito aparecías a lo lejos, dibujándote a cada paso, inventándote, creándote. Así hasta adquirir un cuerpo determinado, un contorno, una medida que encajaba en la pieza vacía de mi corazón. A mi forma te recortaba, te adornaba o endurecía, te amoldaba, te quería. A tu paso la hojarasca se alborotaba y ascendía, se quemaba en columnas ocres y anaranjadas, te escoltaba. En esta afilada red caí, después de dos amores olvidados por el camino, olvidando que en mi casa la cena estaba lista y la mesa preparada, la botella atemperándose y mi hermano con las partituras para mostrarme su avance con el violín, tan lejos de todo esto estaba... Ese mismo instante se hizo el fuego, desplegando sus alas hasta tocar las estrellas, como un manto extendido, arropando los últimos coletazos del invierno. Después de la carta, de la llamada por teléfono, entré al templo y avancé por la nave central, manchando el mármol con la sangre de mi pie derecho amputado. Volviste el rostro a mi presencia: no te calmaron mis palabras, ni a mí las anestesias del incienso. Descaminaste el reguero de sangre hasta la salida y yo, sostenido en un charco rojizo, apoyé mi frente en la columna más cercana. Ya entonces sabía que te recuperaría: tu nombre en una inscripción exacta.

            La conocí en los burdeles de Davao. En su número, domaba serpientes y después las decapitaba con una cuchilla.


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