11.
“Cuando fuimos eternos”. Así comenzó
la última carta. Las manos como pájaros, escupiendo letras. En el sobre, una
dirección apenas vista. Palabras y palabras, mientras en torno se poblaba la
soledad. Llegaba el mediodía y los niños salían de la escuela, se oía el
golpeteo de la máquina de escribir en la oficina, en el taller artesanal
cercano las mujeres reían. Todo en torno así: vida fecunda. Y se desgranaban
las palabras, y se desangraban: “hazme glorioso, vida mía, sueño, glorifícame
con tu recuerdo en cada instante; parte tus besos entre tus hijos y yo, que te
necesito más que nunca; sosténme en tu alma. Nadie conserva allá recuerdo
alguno de mí, tan sólo tú. Nadie me escribe ya: tú sola eres la cadena
irrompible que me ata a aquella tierra”. Dos niñas golpean la puerta y piden
agua. Saltan, juegan, ríen, desordenan la casa de alegría y de luz y cuando
salen, ve las alas en sus espaldas: no alas de pájaros, sino de mariposas
tropicales, oro en bandadas, riadas de verdes y sueño. Sigue la máquina de
escribir hiriendo el aire, le interrumpe esta blasfemia su liturgia epistolar.
“Así es como voy muriendo acá, amor, ¿no lo notas?, ¿no sientes el palpitar de
mis sienes enfermas en el latido de tu corazón cuando paseas con la pequeña por
la playa? Sé que no debería decirte estas cosas, que te enfadas cuando te digo
que te quiero o cuando te escribo “palabras bonitas”, como tú dices. El corazón
terminado con la firma y con el sobre confidente, y la sensación estúpida (ha
olvidado el sello), piensa en romper la carta. Después de todo, no la leerá.
La oficina comienza a recogerse, el
encargado le ve a través de la puerta abierta: los ojos cerrados, descansando,
una carta en la mano derecha y el susurro como antífona: “cuando fuimos
eternos, cuando fuimos eternos”. Las miradas que se encuentran y se saben, pues
ambos lo comparten. Misma súplica en doble conciencia y recuerdo descompasado:
glorifícame, por lo que más quieras, hazme eterno.
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