Te
has levantado hace media hora, y estás calzándote una sandalia azul.
La
ciudad a tus espaldas es ajena a tu corpiño, a tus pechos blancos, a tu mano
descansando en la rodilla levantada. Todo está inmóvil tras de ti. Hasta el
cielo parece haberse detenido. Se recortan los edificios grisáceos más allá de
tu balcón, madrugadora, y el humo lejano de las fábricas es del color del cielo
de la mañana. El tazón de leche, blanco, compite con tu pie ensandaliado, mudo
y absorto en este romper del martes. La chaqueta de punto se ha caído de la
silla, para avisarte que aún tienes tiempo, que aún no son las siete, que no llegarás
tarde, madrugadora. Se va desperezando el hormiguero de las calles, allá abajo,
allá lejos, detrás de ti. Va creciendo el fragor del tráfico, las olas, ondas,
ondinas, sirenas, sonoras, sonorosas. Mas esta eternidad se me es dada, ángel
de luz, bajo tus pestañas adormecidas. Te meces en la brisa fresca de la mañana
del martes, ajena, ausente, mientras tu mano inmaculada alcanza el tazón blanco
de leche grisácea. Así te me quedas en el alma, estática, inmóvil: una perfecta
fotografía viviente. Y tus contornos empiezan a difuminarse en el paisaje
urbano: los edificios, el humo, la gente, las calles,… Se despereza la
chaqueta, madrugadora, pronta a que la llenes con tu luz. Tus pies se mueven
con pereza dentro de las sandalias, peces encerrados en el agua. Antes de
sangrar el tazón, madrugadora, te llega el llanto de un niño. Rompes la
acuarela matutina, dejas tras de ti todo el paisaje, abandonas el balcón y el
martes recién estrenado, y sales de mis pupilas para regresar, minutos después,
con un tierno y cálido bulto entre tus brazos. Cantas ahora, madrugadora,
dándome la espalda, y contemplando con tu criatura, la jungla y el hormiguero
donde habitas. Cierras los ojos un instante y te sientes volar sobre las
calles, hasta perderte en el horizonte mordisqueado de cemento. Recién estrenas
el día, madrugadora: un martes de verano, en el Madrid de 1959.
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