Llegaba
un poco tarde, cita a ciegas, y estaba ansioso por ver tu rostro. Habíamos
hablado tantas veces, aún sin vernos… Desde la pantalla luminosa escribía mis
frases más ocurrentes, atacando tu ironía (eso fue al principio, los primeros
meses). Desgranaba mi rosario de lecturas clásicas, encadenando los místicos
del XVI con Marguerite Duras, pasando por Lorca y Quevedo, mientras tú me
respondías (Lolita engreída) con Nabokov y Tagore, y te abismabas en Salinas o
en Edith Stein. Así se deslizaban las noches, después de un día gris en la
oficina, en un mundo más allá que nos superaba, a la vez que nos envolvía y nos
engullía en él. Aquella ventana al infinito adquiría contornos de letras, de
poemas en letras rojas, de imágenes grabadas, con banda sonora de la década
anterior (ya derrochados los treinta…). En todo esto pensaba, mientras me
arreglaba la corbata, bajo el reloj de la estación de buses, cita a ciegas, y
estaba ansioso por ver tu rostro. La clave era un libro de Cervantes
(cualquiera de ellos), y yo llevaba un Persiles con su Segismundo y toda su
corte, en una caja amarilla llena de páginas (eso que llaman “libro”) y lo
llevaba así: brazos flexionados, a la altura del pecho, portada hacia el
exterior (para que se viera), y un dedo perdido entre sus hojas. El reloj de la
estación me observaba para ver en qué paraba todo aquello, y yo mientras, de
reojo, no perdía de vista sus manecillas. Ví avanzar a alguien lentamente
(“¡ahí está!”, me dije). Pero no: su libro era de Neruda. La sonrisa fue lo
primero que ví en ella, y después sus largas piernas (“¡ella es!”, me grité).
Pero no: Emily Brönte y sus tormentas. Los ojos azabaches me cautivaron (“no
hay duda”, me dije), pero era discípula acérrima de Joyce. La brisa se volvió
helada, y supe que era el momento. Entonces te ví pero ¡Virginia Wolf!, ¿y
Cervantes? Llevabas un ajado ejemplar de la loba virgen, y quitando la portada,
dejaste un cervantino al descubierto. Fue en ese instante que me percaté del
hecho de tu barba y bigote. “Nadie es perfecto”, me dijiste. Y, hablando de la
focalización del narrador en la
Wolf , nos tomamos varias cervezas, mientras el reloj ya se
reía a carcajadas.
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