sábado, 11 de mayo de 2013

Cita a ciegas(10): Revisitar Sangrazul




            Llegaba un poco tarde, cita a ciegas, y estaba ansioso por ver tu rostro. Habíamos hablado tantas veces, aún sin vernos… Desde la pantalla luminosa escribía mis frases más ocurrentes, atacando tu ironía (eso fue al principio, los primeros meses). Desgranaba mi rosario de lecturas clásicas, encadenando los místicos del XVI con Marguerite Duras, pasando por Lorca y Quevedo, mientras tú me respondías (Lolita engreída) con Nabokov y Tagore, y te abismabas en Salinas o en Edith Stein. Así se deslizaban las noches, después de un día gris en la oficina, en un mundo más allá que nos superaba, a la vez que nos envolvía y nos engullía en él. Aquella ventana al infinito adquiría contornos de letras, de poemas en letras rojas, de imágenes grabadas, con banda sonora de la década anterior (ya derrochados los treinta…). En todo esto pensaba, mientras me arreglaba la corbata, bajo el reloj de la estación de buses, cita a ciegas, y estaba ansioso por ver tu rostro. La clave era un libro de Cervantes (cualquiera de ellos), y yo llevaba un Persiles con su Segismundo y toda su corte, en una caja amarilla llena de páginas (eso que llaman “libro”) y lo llevaba así: brazos flexionados, a la altura del pecho, portada hacia el exterior (para que se viera), y un dedo perdido entre sus hojas. El reloj de la estación me observaba para ver en qué paraba todo aquello, y yo mientras, de reojo, no perdía de vista sus manecillas. Ví avanzar a alguien lentamente (“¡ahí está!”, me dije). Pero no: su libro era de Neruda. La sonrisa fue lo primero que ví en ella, y después sus largas piernas (“¡ella es!”, me grité). Pero no: Emily Brönte y sus tormentas. Los ojos azabaches me cautivaron (“no hay duda”, me dije), pero era discípula acérrima de Joyce. La brisa se volvió helada, y supe que era el momento. Entonces te ví pero ¡Virginia Wolf!, ¿y Cervantes? Llevabas un ajado ejemplar de la loba virgen, y quitando la portada, dejaste un cervantino al descubierto. Fue en ese instante que me percaté del hecho de tu barba y bigote. “Nadie es perfecto”, me dijiste. Y, hablando de la focalización del narrador en la Wolf, nos tomamos varias cervezas, mientras el reloj ya se reía a carcajadas.


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