Le
llamaban Juan de Hierro y nació en un río muerto, desecado. Vivió un tiempo en
el bosque, solitario, alimentándose de insectos y de raíces. Durante cincuenta
años no vio a otro ser humano, por lo que se creía solo en el mundo. Un día
aventuró un paseo más allá de los límites, o los humanos del pueblo aventuraron
un paseo más allá de los límites (no se sabe), y Juan de Hierro descubrió al
otro. El otro resultó ser un niño moreno y descalzo, al cual Juan de Hierro
cargaba sobre sus hombros, como si fuera un rey y él su trono, y mataba las
hormigas que mordisqueaban sus pies pequeños. Corrió Juan de Hierro con el niño
sobre sus hombros: corrió atravesando el bosque y atravesando el río, saltó
cercas y escaló montes, encaró fieras y espantó aves de rapiña. Juan de Hierro
arrancaba musgos y líquenes, para hacerle un colchón al niño, y entretejía hojas
secas para resguardarle del frío nocturno. Con sus propias manos, Juan de
Hierro estrujaba almendras que convertía en leche y arrancaba manzanas
silvestres y setas, y se lo presentaba al niño sobre un mantel de hierba. “No
volverás a ver a tu padre ni a tu madre”, decía Juan de Hierro al niño, “Pero
te guardaré a mi lado, pues me has devuelto la libertad”. Y el niño lloraba, al
acordarse de su casa; pero pronto reía de nuevo, descubriendo el bosque desde
los hombros de Juan de Hierro. Al cumplir los siete años, Juan de Hierro
encomendó al niño el cuidado de un riachuelo de oro. Así pasaba día tras día el
niño, contemplando los peces dorados y las aves transparentes que revoloteaban
sobre el agua.
Un
día, Juan de Hierro no regresó. Se hizo de noche y el niño seguía sentado a
orillas del riachuelo. El oro del agua resplandecía en la oscuridad, bajo la
atenta mirada de la luna. Pero al día siguiente, Juan de Hierro no regresó. Y
al otro tampoco. Al tercer día, al amanecer, el niño comenzó a llorar, viendo
que Juan de Hierro no regresaría jamás. Sus lágrimas caían al riachuelo y
formaban círculos. El niño se asomó a la superficie dorada y, sí, ahí estaba
Juan de Hierro, llorando. Y, cuando el niño sonrió, Juan de Hierro le devolvió
su sonrisa.
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