Ya
no reconozco a nadie (ni siquiera me conozco a mí mismo), y esto hace que esté
más perdido que nunca. Vivía feliz (o casi) en un sueño que ya duraba varios
años: todo el tiempo eran noches o días, o mejor dicho ni noches ni días, sino
sólo tiempo, estar, permanecer. En uno de los sueños de estos días-noches es
cuando percibí su perfume (el perfume de la Dama del Lago). Sin saber que era ella, pregunté
a mi cabeza, pero no hubo respuesta. Pasé entonces a preguntar a mi corazón,
pero nada. Mis entrañas estaban ardiendo, y a ellas les pregunté. Pero no
contestaron palabras y se limitaron a arder. Consumiéndome estaba cuando volví
a percibir el perfume. Y un veneno se coló en mi copa de tal forma que morí
entonces, que muero ahora, que desde entonces muero. No pienso (no me lo
permito) que la luna llena podría haber obrado el milagro. O que los árboles
florecidos podrían habernos entregado su secreto. O que todas las otras mujeres
podrían haber consultado las entrañas del cordero sacrificado. O que lo lobos
podrían haber corrido más rápido para llegar a tiempo (más que el viento). Todo
eso ya no me lo permito. Pero invariablemente me retiene la Dama del Lago.
Estoy
en lenta agonía, consumiéndome sin consumirme, pecaminosa zarza ardiente,
herida incurable y siempre abierta, piel de serpiente que no logro despegarme.
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