El cielo está rojo, como mi cuello:
sangrando. Se abre el horizonte con estrellas invisibles, se ensancha, se
alarga, se hunde. El cielo nocturno agujereado se sangra en destellos afilados
que bañan las ramas desnudas. El tren, a lo lejos. Camino al cementerio, la
noche parece más fría de lo que es. También parece más acogedora (a pesar de
más fría). Suenan a lo lejos las voces, en la casa, contando historias,
cantando. Vuelve el recuerdo de lo eterno en cada paso. Sentirse vivo,
respirar, desgranar uno a uno los latidos, llenarse los pulmones de bocanadas
de aire frío: permitirse que el tiempo pase y te haga muescas en el alma.
Dejarse arrastrar por el corazón herido, que tira del cuerpo y lo mueve, como
un pájaro enjaulado que revolotea buscando la salida. Cerrar los ojos y verse
recogido en la noche, desplegado, repartido, dispersado, consumido, consumado.
Abrir los brazos e inmediatamente alzar el vuelo, o ser crucificado, o recibir otro
cuerpo en un abrazo. Sentirse vivo, sentirse libre, sentirse uno, sentirse
nada.
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