Me
hubiera gustado tenerte en mis brazos mientras morías. Me hubiera gustado
sostenerte cuando entregaste tu alma. Estar ahí para ti, que sintieras mi
presencia, que sintieras que te quería. Me hubiera gustado verte cerrar los
ojos. Sostenerte así, como recién nacido, recién entrado a la eternidad. Poder
sentir tu aliento que se extinguía, el calor de tu cuerpo que se apagaba, tus
recuerdos que se alejaban y se expandían. Te hubiera devuelto a la tierra, como
un fruto maduro, como una semilla, la semilla de tu cuerpo. Sostenerte para que
no sintieras miedo en el viaje, para que supieras que estaba aquí, contigo.
Susurrarte al oído palabras de ánimo que no necesitabas, pero que yo necesitaba
pronunciar. Llorar sobre tu cuerpo moribundo que no necesitaba mis lágrimas,
pero que yo necesitaba humedecer con mi tristeza y mi dolor. Era yo el que
necesitaba las palabras, las lágrimas. Saber en mi corazón que me mataste
contigo, o al menos una parte de mi ser. Necesitaba verte morir, que no me lo
contaran, que no me lo ocultaran: estar ahí, presente. Ver la Muerte cara a cara de
nuevo, después de rondarme a mí, esta vez en un ser amado. Plantarle cara a la
Dama Negra para reírme de su supuesta
crueldad y decirle que no podía nada contra mis sentimientos, que Ella me
convertía en un sagrario inviolable de tu amor y tu recuerdo, en una tierra
sagrada. Descalzarme ante tu partida. Dejarte reposar, fruto maduro. Contemplar
el amanecer entre mis lágrimas y dejar que el sol me secara la cara. Respirar
hondo, una dos tres veces. Recoger tus cosas, y explicarle que ya no volverías.
Donar tu ropa, quemar tus cuadernos, conservar tus cartas. Permitir salir al
dolor, convertirse en las paredes de este santuario de tu amor. Olvidarme del
mundo, desterrarme de mí mismo, aniquilarme. Cumplir y colmar una a una las
leyes de la aniquilación.
Así
fue como me sucediste, así fue como te me moriste por dentro, ave fénix, para
resucitárteme en mi andar, en mi sonrisa y en mi forma de escribir la letra
“a”.
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